Por Leandro Giacobone (*)

Un repaso por algunas de todas aquellas luchas que distintas figuras más o menos reconocidas públicamente, pero con un fuerte lazo con las ideas radicales, lidiaron contra la violación de estos derechos inalienables.

Los 10 de diciembre se celebra el Día Internacional de los Derechos Humanos. Es en conmemoración de la misma fecha de 1948 -unos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial-, cuando las Naciones Unidas aprobaron la Declaración Universal de Derechos Humanos.

En nuestro país, a partir de la película Argentina 1985, se puso otra vez en agenda pública este tema atravesado por el terrorismo de Estado del pasado reciente. Tomo prestada la idea de que no hubiese existido Argentina 1985 sin un 1983. Es más, me animo a extenderla en el sentido de que tampoco sería posible sin el largo camino recorrido que vincula a los radicales con los Derechos Humanos, un sustrato del que Raúl Alfonsín se alimentó.

Ejemplos hay de sobra en personalidades del radicalismo haciéndose eco de la defensa de esos derechos inalienables. Desde la oposición solitaria del diputado radical Gouchon Cané a la Ley de Residencia en 1902, con la que se expulsaba por decreto a los inmigrantes detenidos por sus ideas políticas, hasta la formación de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) contra la AAA y el terrorismo de Estado, sin olvidar las comisiones de apoyo y defensa a presos políticos en la década infame y el primer peronismo, así como la acción de Mario Amaya e Hipólito Solari Yrigoyen en la CGT de los Argentinos.

La noción moderna de DD.HH nace de la mano del liberalismo político, con los sueños de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa de 1789. Sus teóricos suelen dividirlos por generaciones: a la primera corresponde los derechos cívicos y políticos; y a la segunda, los económicos y sociales. Cada una en distintos tiempos y con diferentes sectores sociales como protagonistas.

Sin embargo, en Argentina no es todo tan lineal. La lucha por los derechos políticos se mezcla con los sociales, siendo los sectores populares uno de los principales blancos de la violencia de los aparatos represivos del Estado, cuando este era cooptado por la reacción.

Pongamos como ejemplo algunas aristas poco conocidas del período iniciado con el golpe de Estado de 1930. La lucha contra la dictadura por parte de radicales, comunistas y anarquistas fue enfrentada con nuevos métodos represivos y la violación sistemática de los Derechos Humanos por parte del Estado de la dictadura y el fraude.

Se gobernaba bajo permanente Estado de Sitio, usando los edictos policiales para la detención preventiva. La modernización de equipamiento y prácticas policiales se pusieron al servicio del control político social. Los gobiernos de José Félix Uriburu y Agustín Justo le dieron más poder a la Policía de la Capital. Así, Polo Lugones (el hijo del escritor) se convirtió en jefe de Orden Político y llevó adelante la expansión de la Sección Especial, instalando el espionaje a gran escala y las salas de tortura en establecimientos penitenciarios y policiales con una novedad: el uso de la picana eléctrica.

Se ha escrito bastante sobre los radicales ilustres que fueron forzados al exilio o detenidos en las cárceles de la Isla Martin García o UshuaiaHipólito Yrigoyen, Marcelo Torcuato de Alvear, Honorio Pueyrredón y Ricardo Rojas, entre otros. Pero poco sabemos de aquellos militantes anónimos que sufrieron junto a su familia la persecución, la cesantía laboral, el hambre, la detención y la tortura. Por pobres, fueron condenados a ser gente sin historia.

En diciembre de 1937, se creó la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, primera organización de defensa de los Derechos Humanos en nuestro país. Allí participaban radicales, junto a socialistas, comunistas y demócrata progresistas.

Los radicales ya venían de experiencias de Comités de asistencia legal y económica a los exiliados, presos políticos y sus familias. La Comisión de Organización y Propaganda Femenina, liderada por María B. de Gagniere, realizó una colecta de dinero, cigarrillos, jabones, yerba y comida para los presos políticos. Asimismo, realizaban encuestas a las familias de los detenidos y exiliados para asistir económicamente a los más necesitados.

En 1932, se editó el libro “El martirologio argentino”, una especie de antecedente del Nunca Más, en donde se denuncia el accionar de los gobiernos de Uriburu y Justo. En una serie de testimonios desgarradores aparecen retratados los nuevos y viejos métodos de tortura usados. Resultaba evidente la filiación política radical y el origen humilde de muchos de ellos: el obrero Atilano Bacaicoa acusado de conspirar junto a militares yrigoyenistas; José Leggiero, amigo de Pedro Bidegain; el “turco” Salim Fadel, obrero; José María Rioseco; y Juan Ruiz Díaz, entre muchos otros.

Allíse rescatan testimonios que transcribo a continuación:

En la casa de José María Roiseco.

“Al entrar a la pieza, lo primero que encontramos fueron dos cuadros hermosos conteniendo las efigies de Alem y de Irigoyen (sic), y en otro lado del aposento estaba también el cuadro de un diputado nacional, Don Joaquín Costa. Estamos en la casa de un verdadero radical; y el respeto por este noble partido nos impone silencio, en cuanto a lo demás que presenciamos, pero no nos autoriza a silenciar totalmente. Vimos en síntesis: hambre, desolación y tristura”.

Interrogatorio a Juan Ruiz Diaz

-          ¿Así que usted es Irigoyenista?

-          Si, señor.

Ante estas manifestaciones lo condujeron al calabozo de donde lo sacaron al día siguiente.

Entonces lo pasaron a un cuartito que existe en las adyacencias a la oficina de Dactiloscopia y, haciendo caso omiso de una reciente operación de doble hernia que tenía, lo estaquearon y lo desnudaron a tirones, dándole luego una horrenda paliza. [luego le ataron los pies y se los torniquetearon en una prensa con clavos. Al otro día, fue conducido a Penitenciaría para un nuevo interrogatorio]

-          Aquí han acusado otros más machos que vos.

-          Aquí vas a cantar o te arrancamos la cabeza.

Y el mártir solo atinó, al verse morir, a decir: - ¡Viva el doctor Hipólito Yrigoyen!

-          Cantá, irigoyenista furioso.

-          Vas a cantar porque tenemos orden de matarte.

-          Usted va a morir; llame al Capellán.

-          Siéntese ahí.

-          No me siento ¡Máteme de parado!

-          Firmes…

-          Apunten…

Luego bajó la vista y llevándola hacia la Isla de Martín García, dijo con voz melancólica y profunda:

-          ¡Viva el Doctor Hipólito Yrigoyen!

-          Señor Lugones, se ha aplazado el fusilamiento.

Estuvo diez días incomunicado y luego lo embarcaron para Ushuaia junto con otros detenidos.

(*) Encargado del área de Archivo de la Biblioteca Radical