Con el aval de gran cantidad de votantes peronistas, Alejandro Armendáriz se impuso en 1983 en Buenos Aires y se convirtió en gobernador. Un resultado que parecía improbable y que la democracia tan ansiada convirtió en posible.

Los teléfonos ardían en el comando de campaña radical. Del otro lado del tubo alguien con el dedo gastado de tanto discar pasaba datos de las mesas electorales de la Provincia de Buenos Aires. La euforia contenida se le notaba en la cara. Morder fuerte los labios, tomar aire y exhalar. Una historia de derrotas lo invitaba a ser cauto.

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Dos y veinte de la madrugada. Roberto Maidana, en estudios centrales de Canal 7, anuncia que llega información oficial desde el centro de cómputos del Centro Cultural General San Martin: “En Provincia de Buenos Aires, para gobernador y vice, 10.284 mesas escrutadas: radicales 1.324.595 votos (54%), justicialistas 909.177 votos (37%), intransigentes 94.630 votos 4%...”. Falta mucho, pero parece haber una tendencia.

Herminio Iglesias, justicialista y trabajador” -como decía el jingle-, el candidato a gobernador del PJ, mostraba la peor cara del peronismo. En tanto, Alejandro “Titán” Armendáriz, el candidato a gobernador radical, era un médico de Saladillo que acompañaba a Raúl Alfonsín desde los inicios del Movimiento de Renovación y Cambio en los años setenta.

En el alicaído bunker justicialista dicen que hay que esperar que carguen los votos del populoso conurbano bonaerense. Esos votos leales a Perón -creen- asegurarán la victoria. Pero los votos peronistas, -sobre todo de las mujeres peronistas- ya no cantan la marchita del General. Es octubre de 1983 y en el mismísimo subsuelo de la patria, donde la gente sabe de motores y latitudes, la madre de todas las batallas arroja un resultado rotundo: con los votos de Perón, Alfonsín es el nuevo Presidente y Titan, el gobernador.

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El conurbano bonaerense fue de los territorios más castigados por la dictadura. Por el terrorismo de Estado y por la política de liberalización económica. La represión ilegal se cobró allí un altísimo número de víctimas, sobre todo de obreros industriales y de estudiantes. En tanto que, la apertura de la importación, el endeudamiento externo, la desindustrialización deliberada y la quiebra de pequeñas empresas, derramaron en recesión económica, aumento de la desocupación, caída del poder de compra del salario y un crecimiento de la pobreza, la mortalidad infantil y la marginalidad. Hambre. Así, con mayúscula y un punto.

No olvidemos que entre 1976 y 1986, en el Gran Buenos Aires cerraron 15.000 establecimientos fabriles, por lo que de 1975 a 1980, el empleo fabril se redujo un 26%. Con este panorama, se entiende que el consumo de carne haya caído 20% en los años de la dictadura, mientras aumentaba el de yerba mate. Estrategias de supervivencia.

Además, instrumentaron brutales políticas de rezonificación de pobres y erradicación de villas en grandes ciudades, volteando ranchos con topadoras, o metiendo a los pobres en trenes como ganado con destino a zonas menos pobladas, sin infraestructura de servicios, donde muchas veces se instalaban en asentamientos precarios.

El hambre y las míseras condiciones de vida hacia el final de la dictadura alumbraron nuevas formas de organización popular, que en ocasiones derivaban en conflictos: a las tradicionales ollas populares, se sumaba la Marcha del hambre, tomas de tierras, vecinazos, etc.

Alfonsín supo interpretar ese momento y fue sensible al reclamo popular. Encastró las demandas democráticas de orden político institucional con las expectativas sociales que generaba la promesa implícita de que la nueva democracia era capaz de resolver los problemas.

Con la democracia se come, se cura, se educa”, es más que una frase de campaña o una promesa incumplida. Significaba sobrepasar la definición instrumental de la democracia, como algo más que votar cada dos años. Una idea de derechos extendidos. De otra manera, ¿Cómo sobrevivirían las instituciones republicanas en un contexto de creciente empobrecimiento? ¿Cuánta desigualdad se banca la democracia? Algo que nos preguntamos aún hoy.

La potencia del rito colectivo de recitar el preámbulo como un rezo laico opaca el discurso social del alfonsinismo. La unidad nacional, la apelación a otras identidades políticas –inclusive al peronismo-, el llamado a terminar con el Hambre, recuperando el salario, reactivando la industria para los desocupados, expandiendo los comedores escolares, dando refuerzos a los más necesitados y promoviendo la auto organización popular. Todas ellas dejaron una marca indeleble acerca de qué esperar de y qué demandar a la democracia.

El titán Armendáriz, a modo de balance, al cabo de sus cuatro años de gestión lo expresaba:

“La reconstrucción social, para que todos recuperásemos viejas conquistas arrasadas, como el derecho igualitario a la salud y a la educación. La reconstrucción económica, porque solo el crecimiento permite revertir las injusticias y garantizar la perdurabilidad de  la reparación social. La reconstrucción de las finanzas públicas, para que el estado provincial pudiese atender la satisfacción de los derechos de cada bonaerense y pudiese acudir en la emergencia coyuntural, en auxilio de los mas desposeídos.”

Los votos de Perón terminaron consagrando al Titán
Los votos de Perón terminaron consagrando al Titán
Los votos de Perón terminaron consagrando al Titán