Por Mónica Marquina (*)

La educación argentina tenía serios problemas estructurales de desigualdad que se profundizaron con la pandemia. Qué hacer no es más de lo mismo.  En Argentina, el futuro de la educación y del país exige pensar de manera compleja el mediano y largo plazo.

Estamos en un momento determinante para el futuro de nuestra sociedad. Es un momento que exige respuestas a dos preguntas: ¿Vamos a hacer algo con la educación tal como está hoy?; ¿qué?. Estas no son preguntas obvias por más que lo parezcan, ya que no se ve ni en la Nación ni en las provincias el reconocimiento ni la disposición a hacer algo.

Se volvió a la escuela después de que estuvieran dos años cerradas, prácticamente como si nada hubiera pasado. Seguimos sin saber cuántos chicos se quedaron en el camino, y con los que volvieron se sigue haciendo más de lo mismo, en el mejor de los casos.

Pero los problemas del sistema educativo argentino son previos a la pandemia, y su mala gestión los profundizó. La educación está atravesada por la desigualdad social desde hace décadas. Las pruebas Aprender 2021 muestran que un 44% de los chicos y chicas de sexto grado del país, en promedio, no llega a niveles satisfactorios de escritura, lectura, comprensión de textos y cálculos básicos. Ese porcentaje sube al 70% cuando focalizamos en los chicos de sectores pobres. Un informe de “Argentinos por la Educación” mostró que de 100 chicos que entraron a primer grado en 2011, solo el 13% llegó a terminar el secundario con los saberes esperados en 2022. Y ese 13% está mayoritariamente conformado por el tercio de mayor nivel de ingresos familiares o de escuelas privadas o de madres con educación superior.

Por otro lado, hay 1,5 millones de jóvenes “Ni Ni” que no estudian ni trabajan. Un informe de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del INDEC reveló que el porcentaje de jóvenes de 18 a 29 años que no estudia ni trabaja asciende al 29,5%. Es decir, 3 de cada 10. Se trata de 954.000 mujeres y 606.000 varones.

Estos datos muestran que las políticas de las últimas décadas fracasaron. La educación no fue una prioridad y eso se vio reflejado en los presupuestos, sobre todo en época de crisis. Pero cuando hubo crecimiento, en los años prósperos del kirchnerismo (de 2003 a 2008), tampoco no hubo mejoras pese a que se contó con recursos y programas (AUH, Progresar, Plan FINES). Incluso en momentos de crecimiento, las políticas siguieron reproduciendo la pobreza estructural en el sistema educativo, que se expresa en pobreza de aprendizajes (incapacidad de un niño o niña de 10 años de leer y comprender un texto simple, de manera adecuada).

Y las políticas educativas de la pandemia, que fomentaron todo lo que pudieron el cierre de escuelas sin plan de reapertura, no fueron las mejores: después de mediados de 2020, adelantaron la promoción automática del año; no planificaron el regreso ni se prepararon las escuelas; nunca pudo terminarse el prometido sistema nominal de trayectorias educativas, que posibilitaría conocer cuántos deben aún regresar a la escuela y cómo les va a los que continuaron.

Una crisis de sentido

Hoy estamos ante una crisis de sentido de lo que debe ser la escuela. En el trasfondo de esta situación hay algo que no se dice. Es la disolución del modelo de escuela de la modernidad, aquel que permitió la construcción del Estado a fines del siglo XIX a través de varios atributos, entre ellos la educación. Hay un debate ideológico que discute la función de enseñar de la escuela característica de ese modelo.

Lo vemos en la crisis de la alfabetización inicial. Se asume que cada niño o niña avanza a su ritmo, en su contexto, según sus posibilidades, sin metas comunes. Se asume que en primer y segundo grado no se puede producir un texto, aunque eso sea posible.

Lo vemos en la promoción automática del secundario. Si se es pobre, es mejor que al menos esté en la escuela, más allá de que aprenda o no. Y allí quedan los y las estudiantes hasta que se reciben y se dan cuenta de que su título no tiene valor. No le interesa a la política encontrar soluciones complejas, que vayan más allá de la promoción indefinida.

Lo vemos en la poca afección a la evidencia para pensar soluciones. Todo se pone en tela de juicio aun cuando hay evidencia. Hay una resistencia a los datos, a las pruebas, a los planes medibles.

Estamos ante una batalla cultural sobre la escuela argentina de hoy, y esa batalla hay que darla. Tanto ante el populismo con su modelo de resignación y reproductor de la pobreza, como al libertarianismo del sálvense quien pueda a través de vouchers y la competencia donde gana el más fuerte.

Esa batalla la debe dar el radicalismo desde Juntos por el Cambio, logrando la convicción de muchos docentes y familias que ya no aceptan la actual situación. Porque en educación, es el radicalismo el partido que tiene algo diferente para aportar, porque quiere que la escuela recupere su función principal de educar en la autonomía de pensamiento y para el futuro avanzado hacia el desarrollo. Es el radicalismo el que puede encontrar una salida con consensos, con el acompañamiento de los docentes y las familias, con la recuperación de los valores de los viejos modelos, y a la vez el pragmatismo moderno del siglo XXI.

¿Hacia dónde vamos?

Vamos hacia un nuevo modelo de formación docente, que atraiga a los y las jóvenes a la profesión con visión actualizada, moderna, con herramientas reales para enseñar, para alfabetizar. Una formación docente que debe poder ser evaluable, con objetivos claros y metas medibles. Con carreras de formación docente evaluadas y acreditadas tal como establece la ley.

Vamos hacia una política sobre la carrera docente que comprenda las 24 realidades provinciales, muy diferentes, que se anime a reformas profundas, con los docentes acompañando, con sistemas transparentes de acceso a los cargos, con carreras docentes horizontales e incentivos para el perfeccionamiento y la innovación en el aula. Un ejercicio docente, con los mejores y más experimentados docentes en el aula, sobre todo en los sectores vulnerables.

Vamos hacia escuelas con capacidad de gestión innovadora, con tecnologías accesibles para todos, con docentes concentrados en una sola institución, con direcciones que planifiquen, que promuevan la formación en servicio. Hacia una escuela que vuelva a ser un lugar de construcción de aprendizajes en base a claras propuestas de enseñanza y de proyectos, donde lo principal sea enseñar y aprender, y haya preocupación y búsqueda de soluciones cuando esto no suceda. Esta reforma debe fomentar el liderazgo de una conducción directiva profesionalizada en gestión, poniendo fin a los docentes taxi, fortaleciendo el proyecto institucional con la participación de docentes, directivos y familias, todos trabajando en pos de la calidad institucional, con el apoyo del Estado.

Vamos hacia provincias con capacidades estatales para gestionar la educación con eficiencia, y con un principal compromiso en la enseñanza y el aprendizaje y con el desarrollo a través de la educación

Vamos hacia un ministerio eficiente y eficaz, con capacidad de articular al sistema educativo desde su poder de proveedor de la validez de los títulos y del financiamiento específico de programas con metas claras, medibles y evaluables.

Vamos hacia una escuela secundaria con sentido, que combine de la mejor manera su función del pensar y del hacer, para formar jóvenes profesionales, pero también ciudadanos autónomos y activos. Una escuela en la que reine el debate, pero no el adoctrinamiento. Que se articule tanto con la universidad como con el mundo del trabajo. Que invite a asistir, a estar. Con docentes concentrados en ellas desde sus cargos. Una escuela secundaria que no obstruya caminos por medio de materias cerradas y enciclopédicas, y que a la vez asegure formación significativa y de calidad para los estudiantes.

Vamos hacia una propuesta de formación para el trabajo aggiornada, moderna, flexible y cambiante, para todos los y las jóvenes que hoy no estudian ni trabajan y que necesitan saber que pueden hacerlo, a través de la educación, con opciones cortas y acumulables, a fin de encontrar un proyecto de vida profesional.

La nueva educación puede sintetizar estas aparentes tensiones. Lo que no puede es dejar que todo funcione espontáneamente y según “el contexto que determina” o resignarse a que la educación sea una carrera del más fuerte. Esa síntesis, ese equilibrio entre la tradición democrática de la escuela de la modernidad y la del siglo XXI con las diversidades de estudiantes y las nuevas tecnologías, es sin dudas una síntesis que quien mejor la comprende es nuestro partido.

Animémonos a dar la batalla cultural que hoy está arraigada en las escuelas, en los institutos y en muchas universidades. Y trabajemos en una propuesta con estas características, para que la educación del próximo gobierno esté a la cabeza del desarrollo de la sociedad y del país. La UCR tiene esa capacidad, tiene esos equipos técnicos, que los nucleamos desde la Fundación Alem, y desde allí aportamos a la coalición. Por ello, ya estamos trabajando en las mesas de Juntos por el Cambio, de cara al próximo gobierno, poniendo la impronta radical a la fisonomía de la futura educación del país.

(*) Referente de Educación de la Fundación Alem.