Por Leandro Giacobone (*) 

El payaso criollo con ideología radical marcó una época. Sentía una misión patriótica y educadora de su arte que, asentado en la cultura oral, llegaba a los analfabetos; con los folletines, se acercaba a aquellos que daban los primeros pasos en la lectura.

En 1890, frente a la crisis económica, social e institucional solo quedaba reír. Y Pepino 88, el payaso más famoso del Río de la Plata, lo entendió así, inaugurando una tradición de humoristas con crítica política. Con canciones y rimas preanunció el fin del Régimen, que combatía el radicalismo.

El humor es, para algunos, un anestésico funcional al orden social. Para otros, como el escritor George Orwell, un recurso capaz de generar “pequeñas revoluciones”.

Es difícil medir el poder de transformación del humor en la vida pública. Pero, aunque por sí solo no desencadene cambios profundos, es innegable que en determinados contextos abre un canal de expresión, un medio de protesta, un espacio en donde pueden encontrar voz los que no la tienen. Ahí donde surge la risa, se revela una verdad diferente a la esperada.

El historiador Robert Darnton afirma que en la caída del antiguo régimen no influyó tanto El Contrato Social, de Rousseau, como sí la lectura de folletines satíricos que ridiculizaban a los reyes, deslegitimando todo un orden social. En Argentina, la lucha de la Causa contra el Régimen también tuvo a su favor a la carcajada, y como aliado inesperado a un payaso.

Si la comedia es la tragedia que les sucede a los demás, el circo lo lleva a una arena que condensa la risa y el drama.

Actualmente, en el imaginario social el circo está más cerca de una empresa global como el Cirque du Soleil o una disciplina académica con título de licenciado. Pero hacia 1880 toda su estructura era una tela por carpa, pista de arena y aserrín, un tablado como escenario y sillas plegables o tablones de improvisada platea y tribuna.

Eran empresas familiares, nómadas, que cruzaban La Pampa en carretas o en tren, con toda una troupe de artistas -hombres y mujeres- trashumantes que eran la atracción: payasos, gimnastas, acróbatas, forzudos, enanos y otros fenómenos, actores de dramas criollos y pantomimas.

Representaba, como ninguna otra expresión de la cultura popular, las fronteras de clase, nación, raza y etnia. No como una separación quirúrgica, sino -al contrario- como un espacio de encuentro y al mismo tiempo de tensión entre lo diferente.

Sirvió a la identificación y construcción de identidades sociales. Así, se veía reflejado tanto el gaucho migrante del campo a la ciudad como el extranjero que llegaba al nuevo continente, contribuyendo a la catarsis producto de los miedos y frustraciones del desarraigo.

Muchos lo llamaban el teatro de los pobres, pero a medida que se acercaba el fin del siglo XIX fue mucho más que eso: un espacio de socialización e integración social. Allí, en el circo criollo, están las raíces del teatro nacional, más que en el Colón.

El payaso y la revolución

Pepino 88 es la encarnación del payaso criollo. Su nombre hacía alusión al traje que llevaba en la espalda la inscripción “El gran Pepino”. El 88 remitía a los lunares negros que tenía por parches en el pantalón bolsudo. Juntos formaban, sin querer, el número en cuestión.

Cuando se sacaba el maquillaje, Pepino era José Podestá. Hijo de genoveses, nacido en Montevideo en 1858. De niño montó un grupo de jóvenes que imitaba las pruebas de los circos que veía pasar. Ingresó como trapecista en la compañía ecuestre Felix Henault. Luego, lo contrataron los Rafetto, pero pronto armó su propio circo y, como era costumbre, embarcó a toda su familia en el proyecto. Los primeros años pasaron en carromatos entre ciudades y pueblos de Argentina y Uruguay. En esos caminos comenzó la fama del payaso Pepino.

No era payaso zonzo, de esquivar la cachetada y recibir el tortazo. "Es un clown nuevo, a pesar de ser un clown viejo, y a la par que deleita, educa a las masas inferiores. Sus payasadas educan. Son lecciones, lanza con talento la sátira”, lo definía una publicación suya de 1896. Sentía una misión patriótica y educadora de su arte que, asentado en la cultura oral, llegaba a los analfabetos; con los folletines, se acercaba a aquellos que daban los primeros pasos en la lectura.

Tenía un repertorio de monólogos y canciones con letras que abordaban temas de actualidad con humor ácido. Además de imitar al compadrito orillero, a vascos, negros, gallegos y napolitanos, hacía sátira con políticos, militares y curas:

“Dirán hoy los diputados: / el Estado está muy pobre / ya no cuenta con un cobre / hay que suprimir empleados / pero se aumentan soldados / como cosa de adelanto / y gente de mitra y manto / se va a Roma de paseo, / que de milagros yo veo, / pero milagros sin santo”.

En su ensayo autobiográfico Medio siglo de farándula (1930) recordaba:

“En ese entonces, el país se sentía agitado por un malestar político que trajo por consecuencia la revolución del ‘90. En mis entradas de payaso me permitía poner en evidencia, hasta donde era discreto, los sucesos del momento, criticando en canciones y monólogos lo que todo el pueblo sabía y comentaba” (…) “Cuando de mis canciones se desprendía una sátira política que los espectadores festejaban ruidosamente, el inspector municipal intervenía…”.

Para colmo, la noche del 25 de julio, previa a la Revolución del Parque, se encontraba con su Circo en Rosario. Allí, Pepino hizo una entrada con su fiel compañero, el Burro Pancho. Luego de unas piruetas, haciendo alarde de su inteligencia, el burro recorría un diario con el hocico -como si leyera- y levantando la cabeza enseñaba los dientes -riendo-. A la pregunta de “¿por qué ríe?”, llegaba la respuesta: “Porque el diario dice que estallará la revolución.  Este burro es sabio y predice el porvenir: lo que sea sonará”.

Al otro día, no hubo función. Todos pensaban que Pepino estaba complotado y hasta intentaron matarlo al cargar el fusil que se usaba en una de las obras.

En una libreta manuscrita que está en el Archivo del INET se encuentran los siguientes versos:

Unos dicen que en el Parque / se ha vuelto a meter Alem / Y que el Presidente mismo / le da una mano también. // Otros dicen que en Palermo / la tropa y Levalle atrás / duermen con el arma al brazo / y acantonadas están. // Otros disparan como almas / que se lleva Lucifer / diciendo que Buenos Aires / entera ha empezado a arder.

Para terminar, me despido como hacia Pepino:

Oriental de nacimiento / de corazón argentino / sigo alegre mi destino / dejando a un lado el lamento / y a deciros lo que siento / al retirarme a otros lares / uno mas de mis cantares / dedico al pueblo querido / que siempre me ha distinguido / con honores a millones.

P.D.A quienes deseen entender y sentir algo del aire del viejo circo criollo, les recomiendo la película La cabalgata del circo (1945, Mario Soffici), que tiene el melodrama de esa época y, como yapa, actúa Eva Duarte (todavía no era Eva Perón).

En los últimos días, tuve la suerte de ver en el Cine Gaumont el documental La última pirueta (2019), de Gabriel Rosas, quien me facilitó material para esta nota. Allí, elabora en 60 minutos el nacimiento, muerte y ¿resurrección? del circo criollo.

(*) Encargado del área de Archivo de la Biblioteca Radical.

Pepino el 88: el pan y el circo
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