Por Leandro Giacobone (*)

A 36 años de la sanción de la Ley de Divorcio Vincular, cómo fue el proceso que derivó en la aprobación del Congreso, las tensiones políticas y la puja en una sociedad que salía de la dictadura y buscaba ampliar derechos.

En otro tiempo, ser hijo de padres separados era un estigma. Mas aún, si alguno de ellos había osado juntarse con otra persona. Y ni hablar si uno era fruto de esa relación. Hijo extramatrimonial, le decían. Ser madre soltera aún no estaba en el horizonte de lo pensable.

En los tiempos actuales, donde concebimos las relaciones como más fluidas o, directamente líquidas, en que a las parejas las denominamos “vínculo sexo afectivo” y cambiamos compromiso por el “vamos viendo”, se hace difícil pensar que recién en 1987 se sancionó en Argentina la Ley de Divorcio.

Hasta fines del siglo XIX, el monopolio del registro de nacimientos, defunciones y matrimonios lo tenía la Iglesia.  Manejar datos e información siempre fue fuente de poder. Dios, antes de la red omnipresente, ubicuo y omnipotente.

En 1871, el Código Civil de Vélez Sarsfield dio unidad y coherencia a la legislación dispersa, poniendo las bases del orden jurídico en materia civil desde la perspectiva de los principios liberales de la época. Sin embargo, el Derecho Canónico también tuvo influencia, sobre todo en lo referente a temas de derecho de familia, dejándole a la Iglesia la potestad de la celebración del matrimonio y a los jueces canónicos, la posibilidad remota de decretar el divorcio si lo consideraban pertinente.

Le tocó a la denominada Generación de 1880 llevar adelante la batalla contra el poder de la Iglesia en la vida privada de las personas. En el ámbito educativo, fue el Congreso Pedagógico que cuajó en la Ley 1420 de educación pública, laica y gratuita. En tanto, en el ámbito de las relaciones sociales, la ley de creación del Registro Civil en 1884 y la Ley de Matrimonio Civil de 1888, por las cuales el Estado asumía las funciones que antes delegaba en la institución eclesiástica. Pero fue una victoria a medias, porque si bien el Registro Civil anotaba los matrimonios, y en algunos casos contemplaba el divorcio, no permitía volver a casarse con otra persona. Algo tan sencillo como qué hacer cuando el felices por siempre no funciona o el príncipe o princesa se convierte en sapo.

Luego de varios intentos de legislarlo, los argentinos tuvimos que esperar al retorno de la democracia para hacerlo posible. En 1983, al igual que unos cien años antes, se encontró con una institución que se mantenía inconmovible en sus argumentos. Una Iglesia que necesitaba recuperar volumen político y mostrar la penetración de su ideología en la sociedad. Que se sintió tocada por la exposición del rol jugado en los años de la dictadura y escandalizada por la libertad del destape de los primeros años de democracia. Que temía perder terreno en un ámbito que interpretaban como propio: el de la educación. Que alucinaba el crujir de los cimientos de la sociedad, producto de un gobierno ateo.

“¿Cómo se puede pensar que lo que era bueno para 1888 sigue siendo bueno en 1986?”, se preguntaba Florentina Gómez Miranda, la diputada radical que mas fervientemente defendió el proyecto de Ley de Divorcio y conmovió en la sesión del 13 de agosto de aquel año.

Florentina se refirió a la actitud tomada por la Iglesia como “de tipo medieval.  Afirmó: “Creíamos que iba a mantener su posición, pero nunca pensé que tomaría medidas tan intolerantes”. Y calificó de “poco valiente” la actitud de los senadores que se dejaban presionar por esa institución a través del episcopado, dilatando el tratamiento del proyecto.

Ese debate en Diputados demandó 33 horas de sesión, a lo largo de cinco jornadas, expresándose cerca de un centenar de legisladores. El 21 de agosto de 1986, se logró la aprobación de la modificación del régimen de matrimonio civil, incorporando la figura del divorcio vincular, con la posibilidad de contraer otra vez matrimonio. Pero el Senado la hizo larga, y al aprobarlo con modificaciones, se giró el proyecto nuevamente a Diputados para su aprobación definitiva, que recién fue en junio de 1987.

La Iglesia, envalentonada por la movilización de sus bases para el Congreso Pedagógico, puso en estado de alerta a los feligreses, sus organizaciones de base, parroquias y colegios, Acción Católica, Asociación Cristiana de Jóvenes y Unión de Padres de Familia, entre otras.

Apoyada por la UCEDE, el MID, el peronismo ortodoxo, y un sector del sindicalismo, organizó una marcha a Plaza de Mayo el 5 de julio de 1986 con el lema "La familia es garantía y esperanza en nuestra patria", “Unidos para siempre”. El cardenal y arzobispo de Buenos Aires Juan Carlos Aramburu convocaba contra la pornografía, los anticonceptivos, “la deformación del recto orden de la sexualidad” y el aborto, y por la indisolubilidad del matrimonio. Mientras afuera cantaban contra la “sinagoga radical”, algunos diputados relataban teorías conspiranoicas que enhebraban divorcio, delincuencia, juventud, libertinaje, música, drogadicción, violencia y degeneración.

Frente a estos discursos reaccionarios, el presidente de la Cámara de Diputados, el radical Juan Carlos Pugliese, defendió a los jóvenes y su derecho a crecer en una sociedad libre.Porque una juventud que canta esa canción de León Gieco: ‘Solo le pido a Dios que el futuro no me sea indiferente’, no es una juventud perdida, sino la mejor posible”, destacó.

La nobleza obliga a recordar que algunos sectores de la Iglesia supieron oponerse sin caer en la intolerancia, como el caso del Obispo Justo Laguna, quien decía: "El divorcio es un mal, pero es un mal para los católicos y no podemos imponer en una sociedad plural una ley que toca a los católicos. Son los católicos los que tienen que cumplirla y no el resto".

Mientras tanto, la Conferencia Episcopal discutía pedir la excomunión de Raúl Alfonsín y de todos los legisladores que aprobaran la norma.

La Iglesia rezaba esperando un milagro o el veto de Alfonsín. Ni lo uno ni lo otro llegaron.

(*) Encargado del área de Archivo de la Biblioteca Radical.