Por Santiago E. Tulián (*)

En la era marcada por la revolución de las comunicaciones, al radicalismo se le presenta una gran inquietud: ¿cuál debe ser nuestro lenguaje para que el mensaje tenga impacto en la sociedad?

Según Jaime Durán Barba, la comunicación son “sentimientos, cosas exóticas y llamar la atención”. Esas fueron las palabras que utilizó durante una interesante entrevista que tuvo hace tan solo unas semanas. Además, agregó que para que la comunicación sea efectiva, necesariamente debe provocar en la audiencia ganas de conversar. Durán Barba, fiel a su estilo, no hace un juicio de valor, simplemente describe los hechos. Frente a una realidad, se debe actuar en consecuencia.

En un sendero similar, pero desde una interpretación crítica, Gloria Mak, doctora en Psicología por la Universidad de Columbia y catedrática en Informática por la Universidad de California, sostiene que “la atención media de una persona que veía algo en una pantalla era de dos minutos y medio, en 2014”. Sin embargo, ese lapso se ha reducido en la actualidad hasta los 47 segundos. Esa disminución de la atención coincide con la masificación del uso del internet y, sobre todo, de las redes sociales.

Otro factor a tener en consideración es el fenómeno denominado “scrolleo”, que consiste en el hábito de deslizar de forma casi automática la pantalla hacia arriba. Según Éilish Duke, profesora senior de Psicología en la Universidad de Leeds Beckett, esta conducta desencadena la activación del circuito de recompensa cerebral, que se asemeja al placer inducido por actividades como el sexo, las drogas o ganar dinero en un casino. Este centro neuronal busca repetir la experiencia placentera de manera persistente.

Frente a este contexto, en el cual abundan los estímulos y la atención de las personas es cada vez menor, provocar interés en la gente se torna todo un desafío. Y más aún, si lo que se quiere comunicar está relacionado con la actividad política. En ese escenario, la efusividad, la verborragia, el lenguaje sencillo y la confrontación, todo enmarcado dentro de un formato bien editado, se presenta como la mejor estrategia para entretener a un público disperso.

La pregunta que subyace, como todo aquello que debe pasar por el filtro de la política, es si el fin justifica los medios. Es decir, no caben dudas que si más del 80% de la población argentina está en redes sociales, como sostiene un estudio de la agencia We are social, la política también se debe comunicar a través de ese canal. La pregunta es si, habiendo una manera más fácil y efectiva para llamar la atención de la gente, que es a través del insulto, la descalificación y la violencia, se debe apelar a ella o no. ¿Hasta qué punto es posible tensar esa cuerda?

Algo similar ocurre con el populismo. En su libro ¿Por qué funciona el populismo?, María Esperanza Casullo afirma que es una estrategia discursiva que utilizan ciertos líderes para hacer política debido a su efectividad para atraer a las masas. Dividir a la sociedad entre pueblo y antipueblo, ya sea porque remite a cuestiones tribales o identitarias, es un recurso que funciona. El problema radica en lo malicioso del método: romper lazos entre una sociedad plural y fortalecer un discurso excluyente, que luego se torna en una política sectaria. Solo se gobierna para el núcleo duro. Y cuando se avanza cada vez más en el ciclo populista se puede derivar en un gobierno autoritario.

Esta dinámica, utilizada desde hace cientos de años, se potencia ante la lógica digital del siglo XXI. Una de las características de las redes sociales son los algoritmos, y lo que los distingue y los hace tan eficientes para mantener a los usuarios entretenidos durante horas es su capacidad de sugerir contenido sobre temas de interés para la persona que los utiliza. Con el correr del tiempo, la inteligencia del algoritmo detecta qué nos gusta y qué no, y es ahí cuando despliega todo su potencial hipnotizador. Con respecto al debate público, cuando el algoritmo descubre que nos atrae un determinado discurso, nos retroalimenta de forma permanente con ese mensaje, encerrándonos en una burbuja.

La tecnología y las redes sociales no se llevan bien con el pensamiento crítico, la contradicción y el matiz. Por el contrario, fomentan el sensacionalismo, la polarización y la segmentación. Por ello, la mejor manera de canalizar estas sensaciones pareciera ser el populismo. De allí el dilema para el radicalismo: ¿debe redoblar los esfuerzos para encontrar maneras de ser más creativo en una comunicación propositiva o debe polarizar con los extremos constituyendo una verdadera paradoja?

Hipólito Yrigoyen supo liderar el reclamo de las masas contrastando con el “régimen falaz y descreído”, aunque a partir de un mensaje contundente: la misión era cumplir con el mandato de los “Hombres de Mayo” y “reparar” los daños producidos a la Nación. La solución se encontraba en reconstruir un sistema quebrado, en permitirle a la sociedad ser parte del gobierno y tener injerencia en las políticas públicas. En definitiva, la revolución radical era una en favor del sistema.

Raúl Alfonsín, 67 años más tarde, volvería a convocar a través de una consigna similar, solo que esta vez lo revolucionario sería el sistema democrático, en clara oposición con el oscurantismo dictatorial. Decía Alfonsín que se habían “acabado las sectas de los nenes de papá, de los civiles y de los uniformados.”, confrontando así con la violencia política que había caracterizado a la década. También expresaba que no se trataba de una “salida electoral”, como solían decir las gestiones militares cuando sus travesías se tornaban insostenibles, sino de una “entrada a la vida”. Lo disruptivo de Alfonsín fue brindar una respuesta institucional a un momento histórico que se había caracterizado por su desconfianza a los gobiernos democráticos de liderar los destinos del país.

Quizá la consigna compartida y transversal sea la distancia con quienes proponen una ruptura con el sistema, alzando la voz y convocando al sueño de reconstruir lo que se rompió. Cuando las encuestas expresan que más del 65% de las personas consideran que Javier Milei debe dialogar y negociar con la oposición, ¿por qué no es posible pensar que, implícitamente, la sociedad está diciendo que la búsqueda de un mejor porvenir sea a través de la construcción?

En tiempos caracterizados por la negación del otro, posicionarse en favor del acuerdo y la unión entre diferentes pueda ser el lugar que la población demande. No hay garantías, pero vale la pena intentarlo.

(*) Abogado (UBA), militante radical y responsable de la comunicación digital del Instituto Moisés Lebensohn.