Por Leandro Giacobone (*)

En el verano de 1905, el radicalismo liderado por Hipólito Yrigoyen se levantó en armas. Meses antes, se había reunido el Congreso de la Federación Obrera Argentina (FOA), en el que se discutió acerca de la participación en hechos políticos.

Con el suicidio de Leandro Alem, la Unión Cívica Radical había ganado un prócer romántico, pero había perdido al líder. Esa noche del 1º de julio de 1896, la bala del revolver parecía también haber herido de muerte al radicalismo. El partido quedó en manos de Bernardo de Irigoyen, quien estaba ocupado en acordar su candidatura con los adversarios mitristas.

En la Convención Nacional de 1897 se pusieron las cartas sobre la mesa: acuerdistas y antiacuerdistas. El triunfo pírrico de la postura de Don Bernardo, que se conoció como “de las paralelas”fue efímero. Lo que sí dejó marcas fue que en aquel escenario emergió el liderazgo de Hipólito Yrigoyen escindiendo de esa estrategia al Comité de la Provincia de Buenos Aires que él conducía.

Luego de unos años de desarticulación, hacia 1903 los radicales se reorganizaron, ahora de la mano de Don Hipólito, tejiendo las alianzas necesarias en todo el país e iniciando en simultaneo las tareas conspirativas para un futuro estallido revolucionario. Una estrategia bien clara: intransigencia, abstención electoral y revolución. La pólvora se sentía en el aire.

La protesta apoya la causa

Desde la segunda mitad del siglo XIX comenzaron tímidamente a florecer pequeñas agrupaciones de trabajadores, a modo de sociedades de resistencia. La oleada de inmigración masiva europea y los movimientos internos del campo a la ciudad registrados desde 1880 cambiaban la fisonomía metropolitana que crecía a pasos agigantados. Y con ello las tensiones del proceso de modernización, conducido por el liberalismo oligárquico, que negaba derechos a la clase trabajadora, concebía la cuestión social como un problema policial y daba como única respuesta efectiva la represión.

Al despuntar el siglo XX, sociedades de trabajadores se reunieron para fundar la Federación Obrera Argentina. Su IV Congreso se realizó en el Salón Vorwarts de Buenos Aires, entre julio y agosto de 1904. Allí, los conductores de vehículos de la capital presentaron una moción para definir que debía hacer la Federación ante un “conflicto político”. Si bien no lo decían explícitamente, se entendía por ello una próxima revolución radical. Conducida por mayoría anarquista, la FOA resolvió abstenerse de participar, pero la resolución no fue votada por unanimidad. Se trabó una discusión y una minoría encabezada por trabajadores de San Fernando, Junín y Santa Fe dejó asentado que “deben aprovecharse las revoluciones políticas para alcanzar objetivos progresistas”.

Quedaban al descubierto los tanteos hechos por los radicales al movimiento obrero. Y uno de los vehículos para ello fue Alberto Ghiraldo.

Ghiraldo era escritor de poesía, novelas y obras de teatro. Fue periodista y director de La Protesta, el mítico periódico anarquista que tiraba a diario 100.000 ejemplares. Siendo todavía un niño fue admirador de Leandro Alem, yendo a cuanta marcha o asamblea se convocara en los primeros días de la Unión Cívica. En el ‘90, llegó a entregar cartuchos a los combatientes en el Parque de Artillería. Con el suicidio del caudillo radical cayó en el escepticismo. Pero al escuchar las encendidas conferencias de un anarquista recién llegado de Italia, reemplazó a Alem por Pietro Gori, pasando del radicalismo al anarquismo. Militante fiel del ideal ácrata, conservó siempre algunos vínculos personales y afectivos con los radicales.

En sus libros La tiranía del Frac y Humano Ardor, Ghiraldo cuenta cómo un amigo en común con Yrigoyen lo entrevistó en esos días “para obtener por su intermedio el apoyo de los gremios a la revolución”“…se pretendió que los gremios obreros cooperaran en el movimiento a objeto de darle ambiente popular”. Luego consultó con máxima discreción a los delegados gremiales, quienes en su mayoría no vacilaron en apoyar el movimiento, pero a condición de tener autonomía de acción para controlar la zona del Puerto. No aceptar este punto determinó la negativa de su participación y acaso selló la suerte de la revolución.

¿Pero por qué buscar a los obreros anarquistas? El tiempo de la revolución de los notables parecía acabada y algunos radicales lo intuían. Basta ver en las fotos de época los rostros y las ropas de los revolucionarios.  Es que 1905 no era 1890. No era el mismo radicalismo, ni el mismo proletariado, ni sería igual la respuesta de la clase dominante. ¿Era posible aún hablar de revolución, sin tener en cuenta a las clases trabajadoras? ¿Alcanzaba solo con la juvenilia, con los jóvenes inquietos provenientes de la elite asociados a un sector del ejército?

El anarquismo por aquellos años había logrado un importante arraigo en las clases populares de Buenos Aires y Rosario. Era un movimiento heterogéneo, entendido como una concepción humanista que pone en el centro al individuo, defensor de la razón, promotor de la educación, difusor de la ciencia y la cultura, la igualdad de la mujer, el antimilitarismo, sin dioses ni nacionalismos que dividan al género humano.

Cuando en la madrugada del 4 de febrero de 1905 los radicales pasaron de la conspiración a la acción ejerciendo “el supremo recurso de la protesta armada”, el gobierno declaró el estado de sitio y la censura sobre la prensa, lo cual facilitó su acción represiva con un saldo importante de muertos, heridos, detenidos y deportados. En aquellos días, el único diario que informó sobre el devenir de los acontecimientos fue La Protesta y pagó el precio por ello. La revolución fue derrotada y La Protesta, clausurado. Ghiraldo terminó preso, mientras que los anarquistas y los radicales fueron perseguidos y encarcelados.

Así lo recuerda E. Gilimón, quien sostenía una disputa interna dentro del anarquismo enrolado en los “doctrinarios puros” frente a lo que consideraba la “heterodoxia” de Ghiraldo, cuando afirma en “Hechos y comentarios”“Terminado el estado de sitio, La Protesta reaparece y reanuda la labor anárquica olvidando la veleidad radical de un momento, veleidad que para algunos anarquistas fue un bello gesto de desobediencia al gobierno, y para otros un desacierto y señal de que la redacción del diario tenía ciertas concomitancias con el Partido Radical”.

Si bien no hubo una participación orgánica de la Federación Obrera en la revolución radical, queda claro que existió un intento de acercamiento, que existían vínculos con militantes destacados del anarquismo y una apelación explicita del radicalismo a las clases trabajadoras, lo que significaba reconocerlas como un sujeto político de transformación social, algo más que un bello gesto de desobediencia.

(*) Encargado del área de Archivo de la Biblioteca Radical.